Xavier Bartumeus, la identidad como juego de espejos
La modelo, el pintor y el taller. Sobre esta tríada clásica pareciera que ya nada nuevo ni bueno puede aportar el arte, pero Xavier Bartumeus desmiente esta opinión. Quizás porque el límite entre la modelo y el pintor se desvanece, porque en el juego de líneas y sombras de cada retrato femenino lo vemos a él buscándose sin encontrarse, como también en la galería de autorretratos aislados o en el interior caótico del taller.
Va y viene entre la vida y el arte mediante la construcción de mundos familiares que oscilan entre una meditada puesta en escena y el desvelamiento de un universo interior en el que rebullen temores y pasiones.
En sus procesos técnicos se aprecia esa pugna constante entre el distanciamiento irónico y la necesidad de regurgitar sobre el lienzo los conflictos que fraguan en su mente. Se sincera consigo mismo asumiendo el papel de anti-héroe que se rinde al misterio de esos cuerpos, de esos rasgos y esos gestos que lentamente se revelan capa a capa como estratos de materia proteica.
A menudo transgrede la bidimensionalidad del cuadro haciendo emerger los cuerpos de un magma informe que gana relieve al tomar forma. O por el contrario los cuerpos pierden sustancia desmaterializándose, perdiendo grosor y textura, transformándose en rastro de memoria indeleble. Así, las capas de realidad se superponen haciendo convivir lo onírico y lo carnal.
La gramática de Bartumeus tiene algo de irreductible y visceral. Ahonda en el lenguaje pictórico con franqueza de “vidente”, tal como Rimbaud entendía esta palabra, como cualidad que el artista alcanza experimentando cierto “desarreglo de los sentidos” y asumiendo el “yo es otro” con el que el poeta francés definía la transgresión de los límites entre el ser y el devenir.
Anna Adell, crítica e historiadora